domingo, 16 de enero de 2011

Bolivia: lagos sagrados, seismiles y vuelos sin motor

Vamos a ver si recuerdo… Nos remontamos al 17 de Septiembre, hace ya casi 4 meses, a mi primera internada en el Estado Plurinacional de Bolivia (como lo ha pasado a denominar el señor Evo Morales). Por aquel entonces yo estaba con Sylvain y su amiga mexicana Nadia, con los que me había reunido en Cuzco.

Viajamos juntos desde la antigua capital inca hacia el lago Titicaca, compartido por Perú y Bolivia. De buena mañana cruzamos la frontera con Bolivia para llegar a la localidad de Copacabana, a orillas del lago. Allí, nos dirigimos al mercado para degustar un desayuno típico boliviano a base de api morado y buñuelos. En unas horas, estábamos navegando el lago (el más alto navegable del mundo, a 3.812 m de altura) rumbo a la Isla del Sol, donde pasaríamos la noche.

Un paseo vespertino por la isla, contemplando la inmensidad del lago, algunas de sus islas y allá a lo lejos, la cordillera andina con sus picos nevados, que se iba a convertir en mi próxima hazaña. Al atardecer me animé a caminar hasta el punto más alto de la isla para contemplar una hermosa puesta de sol, llena de magia, pues me encontraba en uno de los lugares más sagrados de los Quetzua.


Por la mañana, dada la orientación de nuestras habitaciones, de cara a los Andes por donde nacía el sol, no pudimos resistirnos al madrugón necesario para disfrutar del espectáculo.

Una vez de vuelta en Copacabana, cogimos un bus a la capital, La Paz. Allí me despediría de Sylvain y Nadia, que volvían a México, y me enfrentaría al reto que me había planteado el francés: coronar la cumbre del Huayna Potosí, a 6088m de altura.
La expedición constaba de 3 días. En el 1º día el objetivo era familiarizarse con el equipo (crampones y piolet, que yo no había visto en mi vida) y con la altura. Para lo primero, mi guía Choco me llevó a un viejo glaciar donde aprendí los conceptos básicos de escalada en hielo y rappel, aunque me aseguró que durante el ascenso no sería necesario aplicarlos ya que no había grandes desniveles. En cuanto a la altitud, la primera noche la pasamos en el campamento base a 4750m. Además, yo llevaba largo tiempo entre Cuzco y el Altiplano, acostumbrado a la vida en altitudes en torno a los 4000m.

El 2º día tocaba trasladarse al campamento alto (5130m) cargando con todo el equipo a la espalda, pues aún caminábamos sobre suelo rocoso. El trayecto no resultó excesivamente duro, y en un par de horas lo habíamos cubierto, pero fue todo un alivio deshacerse de la pesada mochila una vez que alcanzamos el refugio. Toda una tarde por delante para descansar y seguir aclimatándonos a la altura, jugando a las cartas y bebiendo mate de coca. Una buena cena y a las 6 de la tarde a la cama.

El último día empezaba lo bueno. A la 1 de la mañana en pie, desayuno ligero y a “arrear”. Tras 2 días sin el mínimo síntoma de mal de altura, un rápido ascenso al campo alto y su experiencia previa con vascos, Choco estaba convencido de que íbamos a subir muy bien. Tanto que salimos los últimos del campamento, casi a las 2AM. Así que yo estaba con toda la confianza del mundo. El objetivo era alcanzar la cima al amanecer para poder afrontar el descenso antes de que la nieve se derritiera en exceso, evitando riesgos mayores.

Tras enfilar una pequeña bajada llegamos al punto donde debíamos ponernos todo el equipo y asegurarnos con la cuerda. Choco iría delante y yo siguiéndole el paso. Los primeros 10m en la nieve eran de un desnivel considerable, teniendo que hacer uso del piolet, lo que hizo desvanecerse toda mi confianza de un momento a otro: ¿serían así los 1000m de ascenso a los que me enfrentaba? De ser así, ¡no iba a llegar ni a la mañana siguiente!

Pasado ese primer repecho que me mató, parecía que el terreno se allanaba, lo que me permitió recuperar el aliento. Seguimos caminando en la oscuridad y pronto comenzamos a adelantar a algunos de los que habían salido antes que nosotros. Esto aumentó mi motivación y Choco incluso llegó a decirme que bajase el ritmo y guardase fuerzas para el descenso.

Al pasar una pendiente llegamos al pie de una inmensa ladera desde donde se podía divisar la cumbre a lo lejos (muy a lo lejos). A nuestra izquierda la luminosidad parecía anunciar un nuevo día, pero se trataba de las luces del aeropuerto de La Paz y sus aledaños. Pese a la belleza del momento, había que seguir adelante; y aunque aún no acusaba el cansancio, la visión tan lejana de la cima resultaba cuando menos desmoralizante. Entonces me di cuenta de que el factor psicológico iba a ser tanto o más importante que el físico. Decidí apartar la vista del imponente pico y centrarme tan solo en el siguiente paso y después, en el siguiente, intentando no pensar en las horas de caminata que tenía por delante.

A cada tanto, Choco me informaba de la altitud a la que nos encontrábamos y cada metro ascendido resultaba gratificante. Ya estábamos a 5500 y teníamos un pequeño tramo de subida pegados a una pared y con algún “saltito”, que requerían del uso del piolet. Parecía que se había terminado la “comodidad”.

Volvimos a campo abierto, 5700m. Ya no quedaba nada. ¡Los cojones! Empezaba lo peor. Reanudamos el paso, pero algo fallaba. ¿Quién se había llevado el oxígeno del aire?

Intentaba respirar hondo, pero por más aire que entrase en mis pulmones, la sensación de ahogo no desaparecía. Llegó un momento en el que tenía que detenerme a cada paso que daba y veía como aquellos a los que había pasado hacía minutos u horas, comenzaban a adelantarme. A mi simpático guía ahora le entraban las prisas y no paraba de recordarme que teníamos que coronar antes de las 7h (¡no te jode! ¡haber salido a la 1h como todos!). Yo le replicaba que parásemos unos minutos a comer el chocolate que llevábamos, puesto que no habíamos tomado un descanso desde el comienzo. Pero al parecer, en sus planes la parada estaba 100m más arriba. Me estaba empezando a poner de mala hostia…

En el plano físico, aunque conservaba fuerza en las piernas, el pequeño detalle de la ausencia total de oxígeno empezaba a ser un problema. No quedaba más remedio que compensarlo con un plus de fortaleza mental. Lo de mirar a la cima me lo había prohibido hacia rato. Solo me permitía pensar en el siguiente paso. Si pensaba en los 300m de subida que me restaban, no lo conseguiría jamás. Solo un paso más. Cada paso que daba, era un paso menos hasta la meta. Sí, así era mucho mejor. ¡Dios! Pero cada paso era un infierno. Y el tironcito de la cuerda cada vez que me detenía un segundo.


“Tenemos que llegar antes de las 7h, sino al bajar puede estar peligroso.” “¿Cómo vas de energía?” (¿Que cómo voy? ¡No te estoy diciendo que paremos!) “¡Guarda algo para la bajada!” (¡A quién coño le importa la maldita bajada! Yo solo quiero llegar a ese pico y morirme allí).

Estaba viendo como mi resistencia psíquica llegaba a su fin. Me obligaba a pensar en las paredes del refugio donde había pasado la “noche”, cubiertas por los mensajes de ánimo y triunfo de todos los que habían culminado la gesta. Allí había numerosas ikurriñas y mensajes en euskera, el escrito orgulloso de un padre que había subido con su hijo de 9 años y, cómo no, el de Hannes y Sylvain que lo habían hecho hacía unas semanas. Yo tenía que escribir mi nombre junto al suyo. Un paso más. Uno más… Y el cabrón de Choco ¡que no quiere parar!

Cuando ya no te quedan fuerzas, ni físicas ni mentales, y comienzas a derrumbarte porque no te ves capaz de seguir adelante, solo hay una cosa que puede mantenerte en pie, sobretodo si eres de Bilbao: el orgullo. “Creo que vamos a tener que darnos la vuelta”, dijo Choco. Si hubiese tardado 5 segundos más en pronunciar aquellas palabras, yo mismo me habría rendido. Pero al escuchar aquello algo despertó en mi interior. ¿Con quién se creía que estaba? ¿Volver? ¡Ni pa Dios!

Sin saber cómo, arrastrado por una fuerza que venía de fuera de mí, logré alcanzar el punto donde a Choco se le había antojado detenernos. Y he de reconocer que tenía cierto sentido. Nos hallábamos a más de 5900m, frente a una pendiente de unos 60-70m de inclinación casi vertical que iba a requerir de todos nuestros esfuerzos. Si conseguía pasar ese tramo, de ahí hasta la cumbre solo quedaba una estrecha cresta sin demasiado desnivel.

Y así fue. Con la motivación renovada, escalé el muro y me arrastré literalmente hasta la cima. 6088m. El sol naciendo en el horizonte. Innumerables picos bajo mis pies, más allá de donde mis ojos alcanzaban a ver. La sensación victoriosa, de satisfacción y realización. Y la absoluta certeza de estar en el punto más alto que iba a alcanzar en mi vida. ¡No pensaba volver a poner un pie en un monte nunca más! (Eso pensaba por aquel entonces, ¡infeliz de mi!).

Como bien me había alertado Choco, el descenso tampoco fue ningún camino de rosas, y mis piernas empezaron a acusar el cansancio de largas horas caminando por la nieve y el hielo. Pero bueno, el oxígeno había vuelto. Y con él un dolor de cabeza que se iba intensificando por momentos.


Se acabó la nieve. Me desprendí del equipo y remonté los 15m que me separaban del campamento como si estuviera coronando el Everest. Ya no podía más. Me desplomé frente a la puerta y tan solo recuperé las fuerzas cuando metí algo al estómago. No podía creerlo. ¡Lo había logrado! ¡Y estaba de vuelta!

El descenso hasta el campo base y el dolor de cabeza que me duró hasta la tarde, resultaron un mero trámite después de la hombrada.

De regreso en La Paz, no quise ni detenerme a descansar allí. Así que concluí tomar un autobús nocturno a Cochabamba, donde pasaría los necesarios días de sosiego.

En Cochabamba, me esperaba mi primer vínculo en mucho tiempo a mi vida en Bilbao, antes del encuentro con Iñigo en Perú. Se trataba de Izaskun, una de las hermanas de mi gran amigo Mikel. Izaskun llevaba 10 años viviendo en Bolivia y ya tenía su familia creada allí. Si bien nunca había tenido mucho trato con ella y no la veía desde que era un chaval, al llegar a su hogar tuve la sensación de volver a casa.

Todos me acogieron con los brazos abiertos; Izaskun, su marido Beltrán y los pequeños Arkaitz, Irune y Diego, que eran un encanto. Como era el amigo de su tío Mikel, enseguida empezaron a llamarme ‘tío’.

En definitiva, pasé unos días estupendos “en familia”, recuperando las fuerzas que necesitaba antes de volver a Perú.

De regreso, volví a hacer escala en La Paz, que se estaba empezando a convertir en ciudad de paso en todos mis viajes, pero donde no me detenía mucho tiempo. Esta vez, mi destino era Coroico, en la ceja de la selva. Para llegar allí, una sinuosa carretera que descendía desde lo más alto de los Andes, unos 3000m hasta donde comenzaba la espesa vegetación amazónica.

El motivo de tal excursión, una nueva experiencia: el parapente. Desde lo alto de una colina detrás del pueblo, comenzaba el vuelo sin motor. El inicio no resulta del todo convincente, cuando te dicen que corras cuesta abajo en dirección a un precipicio. Pero cuando notas que tus pies se despegan del suelo y te elevas en las alturas, la sensación de ingravidez es alucinante.


A diferencia de lo que me imaginaba, no era para nada una actividad de adrenalina, sino más bien una placentera travesía contemplando el pueblo y las montañas a vista de pájaro. Cuando hubimos pasado un tiempo sobrevolando Coroico y nos dirigíamos  hacía el río en un suave descenso, le pedí a Huascar un poco más de emoción y me regalo un aterrizaje más “movido” para culminar la tarde.

A la noche, algo de baile en los bares de Coroico antes de montar en la furgoneta de turno que partía hacia La Paz a las 3 de la mañana. A la carretera plagada de curvas que ascendía hasta los cielos dejando al lado impresionantes precipicios, hubo que añadir la espesa bruma de la madrugada. La frase del conductor cuando me vio, sentado junto a él intentando abrocharme el cinturón estropeado, se me quedó grabada: “Tranquilo, aquí no usamos eso.” Solo quedaba encomendarse al todopoderoso chófer.

4 comentarios:

  1. hola!! ya veo que te has animado a contarnos algo... más vale tarde que nunca no? jeje
    se nota que eres de Bilbao, pues... más de uno se hubiera dado la vuelta y mandao a paseo al Choco xD
    probablemente lo del parapente yo lo deje para cuando sea una abuelilla...no vaya a ser... jiji
    bueno, ahora a ver si nos escribes con más ganas desde las playas brasileñas!!!
    un besito!!!
    he dicho eso? un besu, queria decir... :p
    cuidate mucho!!!
    muak!

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  2. Felicitaciones por la fuerza de voluntad.. ;)

    Excelente experiencia la que has vivido y bellas imágenes también!

    Saludos desde Guate..
    *amanecer*

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  3. Precioso relato y preciosas fotos Joni, me sigo muriendo de envidia cada vez que te leo ;-PPP
    Espero verte pronto y acribillarte a preguntas mientras compartimos un kalimotxo.
    Un abrazote tronco!, que siga todo bien!
    Natxo

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  4. Aquí sentado delante del pc, me has hecho revivir sensaciones que tengo a diario, pero las mías son con el lavavajillas, la plancha y en el coche con el capullo que tengo delante y no se mueve, y nos van a cerrar el semáforo. Me quedo sin oxigeno de tanto mentarle la familia, me caliento más que con la plancha, con lo fácil que es ser ordenadito y ágil, como los platos en el lavavajillas. cada uno en su sítio y bien puesto.

    Y para relajar un viaje, tú en parapente y yo pensando en el que le voy a dar al del coche que me precede. jeje.

    Que todos tus retos los culmines igual,

    Un abrazo, amigo.

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